martes, 27 de marzo de 2018

El bosque

De pronto, algo se despertó. O tal vez aquel no fuera el término correcto. Quizá nada despertó, simplemente las dos realidades, la de la chica y la del bosque, coincidieron. El bosque empezó a tomar conciencia de aquel momento. Había notado una llamada, casi una súplica. Una llamada que conocía, y que había despertado un sentimiento en él. Sí, era eso lo que le había despertado. Las dos realidades no podían haber coincidido, porque eran la misma. Solo eran dos concepciones diferentes, dos puntos de vista aparentemente ajenos, pero demasiado cercanos. El bosque se removió, concentrando su atención en aquel momento. Para el bosque, el tiempo no suponía una prisión, sino un compañero. Para el bosque, el tiempo se dilataba y se contraía dependiendo de lo verdaderamente importante. Y aquello lo era. Cuando algo importante sucedía, el bosque se inquietaba. La curiosidad seguía siendo su punto débil, o su gran fortaleza. Sin ella, no sería un bosque. Y con esa curiosidad que le caracterizaba, contempló lo que sucedía. Las luces surgieron de sus entrañas, buscando aquello que había llamado su atención. Y lo encontraron.
Las luces, aunque hubieran perdido su individualidad, aunque lo hubieran olvidado todo, seguían atesorando lo más importante: sus sentimientos. Y por ello, el bosque sentía. Tampoco hubiera sido un bosque si no tuviera sentimientos. Y fueron esos sentimientos los que arrullaron a la chica que, acurrucada junto a un árbol, lloraba desconsoladamente, abrazando con una mano sus piernas y, con la otra, su pasado.

El mal de Casandra