martes, 19 de enero de 2021

Vacío

Cuando te fuiste, me quedé hueca. Sentí un vacío inmenso, un agujero dentro de mí, como si te estuvieras llevando algo que me pertenecía. Te fuiste y me quedé allí, mirando cómo te ibas, cómo lo abandonabas todo, cómo atravesabas esa muralla que nos habíamos construido juntos. Y me quedé en medio de esa gran fortaleza, sin saber qué hacer con esos muros, pero sin saber tampoco cómo destruirlos.

En realidad, no es que te fueras. Desapareciste. De la noche a la mañana, ya no estabas ahí. Te miraba, pero no había nadie al otro lado. Te gritaba en silencio, pero no me veías. Desapareciste como desaparece una chispa en una hoguera, como se funde un cubito de hielo en el agua. 

No lo entendí. No lo entendí y te odié. O creí que te odiaba. Te miraba y un dolor sordo se me instalaba en el pecho. Y yo me decía que era rencor, que todo pasaría cuando dejara de verte. Y dejé de verte, dejé de mirar a través del cristal empañado, de observar esa figura que eras tú pero no eras tú. 

Y entonces empecé a odiar a cualquiera que me recordara a ti. Al que compartía tu nombre. Al que tenía tus ojos. Al que paladeaba las palabras como tú. Les odiaba porque no eran tú, porque era tu nombre pero no era tu nombre, porque eran tus ojos pero no eran tus ojos, porque era tu voz pero no era tu voz. 

Y volví a verte. Volví a verte y el mundo se me cayó en pedazos. Te vi y me di cuenta de que nunca te había odiado. Y el hueco se hizo más grande, y el abismo más profundo. Y lo comprendí. No, no te odiaba, te echaba de menos. Te echaba tanto de menos que me dolía. Y dejé de poder mirarte, de observar cada paso que dabas, cada palabra que salía de tu boca, cada gesto que me decía “es él, pero no es él”. 

Te perdí de vista, pero ya nada sería igual. No estaba enfadada. No te odiaba. Y pasaban los años y me decía a mí misma que pasaría, que habría un día en que me levantaría de la cama y te habría olvidado. Pero ese día nunca llegó. A veces pasaba buenas épocas en las que casi no pensaba en ti, pero luego un sueño me hacía volver a observar ese hueco que dejaste, ese vacío en mi interior. 

Y empezaba a buscarte a mi alrededor. En los ojos de la gente. En la cadencia de su voz. Te buscaba en los lugares que compartimos, en las canciones que escuchabas, en los olores del verano. Te busqué hasta aprenderme cada trazo de tu nombre, cada pequeña migaja que dejaste en el camino, cada fragmento que recordaba de ti. 

Y te encontré. Y cuando te encontré volví a perderme. Me convertí en la marea que se mueve al compás de la luna. En el girasol que observa fijamente al sol. Esta vez sí que era tu voz la que escuchaba. Eran tus ojos en los que evitaba sumergirme. Era tu nombre el que se me atascaba en la garganta. Y había pasado el tiempo pero no. 

Volví a sentirte. Entendí que nunca te llevaste nada porque fuiste tú el que desapareció. Que el fragmento de mí misma que te llevaste nunca te lo llevaste, que siempre me acompañó porque nunca te olvidé. 

Y ahora que estás tengo miedo a tocarte. A acercarme demasiado. A romperte. A que te deshagas como un copo de nieve. A que te disuelvas como una ilusión.

A que te desvanezcas como el sueño que siempre fuiste.

Hell

jueves, 23 de abril de 2020

Remordimientos

Otros días me siento aliviado. Porque él ya no sufre. Porque yo ya no sufro. Porque ha dejado de existir el día en que la enfermedad se lo llevaría y lo apartaría de mi lado. Porque ese día ya pasó y fue lo bastante horrible. No se despidió, pero sé que murió deprisa. Que apenas sufrió. 
Le prometí que encontraría la cura. Que nos curaríamos y seríamos felices los dos. Y me siento aliviado por no haber podido cumplir esa promesa, porque nunca fuimos demasiado felices. Vivimos durante años en una espiral de necesidad, culpa y gritos tan grande que muchas veces me pregunto si alguna vez llegamos a amarnos, o si tan sólo nos necesitábamos como el oxígeno, o como necesitábamos la heroína con la que nos conocimos. 
Hay días en los que me despierto pensando que lo mejor que hizo por mí fue suicidarse. Y esos días la culpa, transformada en su mirada, me persigue allá donde vaya. 

Así que me levanto y le grito que se calle, que se calle ya, que no tiene derecho a recriminarme nada. Que él lo decidió todo. Que siempre lo decidió todo. Y que yo fui su marioneta, que nunca le importé lo suficiente como para despedirse de mí antes de matarse. 
Y enseguida me arrepiento, porque sé que estoy siendo injusto con él. Que sufrió mucho. Que cuidó de mí. Que me dio un techo y un hogar. Que se lo debo todo. 

Y entonces lloro, preguntándome cómo se puede ser injusto con un muerto.

Sangre

viernes, 9 de agosto de 2019

Pérdida

Cuando murieron mis padres, yo oí su muerte. No escuché el ruido de un cuchillo, ni el cañón de una pistola, ni lo que usaran para matarlos. Tan solo escuché el silencio: cómo cesaban sus gritos, cómo los pasos de su asesino se acercaban al armario. No vi sus cuerpos, pero supe que estaban muertos. Fue como si algo en mi interior se rompiese, como si de pronto tuviera que lidiar con un cuerpo incompleto. Me faltaba el aire y tenía frío, un frío espantoso. El corazón me latía tan fuerte que pensé que se me saldría por la garganta y me ahogaría. Estaba mareado, todo me daba vueltas y tuve que reprimir las ganas de vomitar.

«Me falta un brazo», llegué a decirles a los médicos que me trataron. La sensación de pérdida era tan fuerte que estaba convencido de que era algo físico, que encontrarían lo que me habían arrancado y me lo implantarían de nuevo. Que volvería a poder respirar con normalidad, a moverme, a vivir. Pero no era nada físico: todos mis órganos seguían allí, y tampoco me faltaba ningún brazo. El problema era que ya no sabía qué hacer con ellos. No sabía qué hacer con nada.

Me quedé paralizado, con el miedo instalado en el estómago, en el mismo instante en el que dejé de oír los gritos de mis padres.

Recovecos

lunes, 19 de noviembre de 2018

El camino es solo de ida

El puente se extendía ante sus ojos, imponente. Los tablones de madera parecían crujir sin necesidad de que ningún peso se colocase sobre ellos. Las cuerdas, que funcionaban como barandillas, acompañaban a la frágil madera como fiel compañeras. No se decidía a dar el primer paso. Significaba tantas cosas… Al final, armándose de valor, cerró los ojos y colocó un pie delante del otro. Escuchó el crujir de la tabla, pero sabía que era un engaño. Respirando profundamente, repitió la operación. Las tablas volvieron a gemir. Siguió avanzando, más deprisa, sin llegar a abrir los ojos. La cuerda se deslizaba bajo sus manos, áspera. Parecía tan real… Al cabo de unos metros, el vaivén de la construcción la asustó. Abrió los ojos sin pretenderlo y se encontró en medio de ninguna parte. El puente había desaparecido, aunque lo notaba bajo sus pies, aunque notaba las cuerdas en sus manos. Se agarró fuerte a la cuerda invisible y trató de desviar la vista de la profunda garganta que se encontraba a sus pies. Estaba suspendida en el aire, sobre una caída de más de mil metros. Aunque no veía más que las escarpadas paredes a los lados, sabía que abajo se encontraba el río. Usando toda su fuerza de voluntad, cerró los ojos de nuevo y se imaginó el puente. Imaginó cómo sus pies se movían sobre los tablones de madera. Estaban gastados por el uso, incluso algunos tenían grietas, pero se podía avanzar sobre ellos. La cuerda, una soga amarillenta, se extendía junto a ella hasta el otro lado de la garganta. Imaginó incluso el fuerte olor de la cuerda, un desagradable olor a rancio y a suciedad, un olor que se le clavaba en las fosas nasales.
Después de un tiempo que se le hizo eterno, llegó al final del puente. Abrió los ojos, pero no quiso girarse. Echó a correr. Sabía que, si se daba la vuelta, el puente habría desaparecido. Ya ni siquiera el poder de su imaginación podría hacerlo volver. Era un camino sin retorno, un camino que solo podía tomarse en una dirección. Era consciente de que ya no había vuelta atrás. No recordaba su vida anterior, pero sabía que lo había dejado todo por una intuición, una vibración en su corazón que le había hecho tomar la decisión más importante de su vida. Ya no podría volver. Al menos, eso creía. Siguió corriendo hasta que sus pulmones se rebelaron. No podía avanzar más, pero tenía que intentarlo. El bosque se encontraba sobre ella, ahogándola. Las copas de los árboles no permitían pasar la luz de la luna. No podía ver las estrellas desde allí. Bajó la vista y continuó avanzando, aunque ya no tenía fuerzas. Tropezó y cayó al suelo. No pudo levantarse ya. Reptó por la tierra hasta que sus manos se hundieron en la humedad y perdió el conocimiento.
Cuando despertó, seguía siendo de noche. Recordaba haber hundido sus manos en barro, pero las tenía secas. Se puso de pie y miró a su alrededor. Sobre su cabeza se abría el cielo, las estrellas brillaban con una intensidad única. Nunca había visto nada igual. Frente a ella, a varios metros, se hallaba un lago. La luz de la luna caía sobre él, dibujando los tenues contornos de una figura femenina. Se acercó a ella, pero cuanto más avanzaba, más se alejaba la figura. Llegó hasta el borde del lago y se agachó ante sus cristalinas aguas. Se asomó, esperando verse reflejada por primera vez, pero las aguas del lago no le devolvieron su reflejo. El poder de la luna no permite a las criaturas de los sueños la capacidad de concebirse a sí mismas, de reflejarse y poder verse. Paseó la mirada por la chica que se encontraba ante ella, al otro lado del reflejo, hasta que sus ojos se tropezaron con los suyos. La luna estalló.

Te miras en el espejo y te desperezas. Has tenido un sueño extraño, un sueño en el que había un puente, un puente invisible. Recorres tu rostro con los ojos, con una naturalidad extraña. Tienes la sensación de que la chica que está al otro lado del cristal no eres tú. Intentas entender por qué, observándote con atención. El pelo, aunque recogido con una pinza, te cae en despeinadas ondas sobre la cara. El rostro pálido y ojeroso de la chica está adornado por las mismas pecas en el puente de la nariz que el tuyo. Sus ojos, de color verde oscuro, te miran con la misma gravedad con la que tú los miras a ellos, con el ceño fruncido y el mismo mohín de concentración en los labios. Agitas la cabeza, confundida, y al fin lo ves. El cuello, por el lado izquierdo, está adornado con unas guirnaldas vegetales. No puedes vértelo desde tu posición, pero sabes perfectamente que eso no te pertenece. El tatuaje parece extenderse hacia abajo, así que te quitas la camiseta y dejas tu torso al descubierto. Los motivos vegetales se extienden por toda la parte izquierda de tu cuerpo. Te miras el brazo y te palpas la piel, pero el lienzo de tu cuerpo sigue inmaculado. Sin embargo, la chica del reflejo sí que encuentra decorados en su piel. Miras con atención al espejo y observas cómo los tallos de las plantas se rizan, solitarios, hacia la mitad del torso. Podrías incluso reconocer las plantas en las que se basa el tatuaje. Miras con tanta atención que casi podrías decir que los dibujos se mueven, que las hojas ondean con el viento. Un escalofrío te recorre la columna vertebral. Notas en la piel desnuda el aire que mueve las plantas y empiezas a pensar que es posible que no haya sido solo tu imaginación. Retrocedes, asustada. No te atreves a darle la espalda al espejo, así que avanzas todo lo deprisa que puedes hacia la puerta del baño. Te clavas el manillar en la espalda, pero no te importa. Echas la mano hacia atrás, agarras el pomo y empujas hacia abajo. Cuando la puerta cede, te apoyas sobre la puerta para abrirla y te giras al mismo tiempo que sales. Pero en cuanto cruzas el umbral de la puerta, ya no recuerdas cómo has llegado hasta allí.

—¿Estás bien?
Alzo la cabeza y me fijo en su cara. Me siento extraña. Tengo la sensación de estar desnuda de cintura para arriba, pero no necesito tocar la ropa para saber que tengo puesto un abrigo y una bufanda. El contraste entre el frío de la calle y el calor del bar me empaña las gafas, aunque no recuerdo habérmelas puesto. Lo único que recuerdo es despertarme y, quizá, la fugaz imagen de una chica con tatuajes.
—Sí, es solo… El calor —digo, quitándome las gafas y dejando que se desempañen al aire.
Me las vuelvo a poner y empiezo a deshacerme de las capas de ropa que me protegían de un frío que no soy consciente de haber pasado. Cuelgo mis cosas en una percha y nos acercamos a la barra. El camarero nos mira con una pregunta silenciosa en los ojos, así que nos miramos, como cediéndonos el turno para pedir. Al final, me siento en un taburete y empiezo yo:
—Un café con leche. La leche fría.
—Y una caña —completa mi compañero.
El camarero se da la vuelta en busca de lo que hemos pedido.
—¿Qué te pasa? —insiste—. Estás rara, como difusa.
Dándole la razón, le miro sin ver.
—He tenido un sueño extraño —respondo—. Estaba frente al espejo del baño y tenía la certeza de que la chica que me miraba desde el otro lado no era yo, por mucho que nos pareciéramos. Tenía como… —Cierro los ojos y me aprieto las cuencas con la base de las manos—. Como tatuajes. De plantas. Pero al mismo tiempo era yo: se movía cuando lo hacía yo, el aire le daba en el mismo sitio que a mí… También recuerdo un puente. No sé por qué, ni qué sentido tendrá relacionado con lo otro, pero recuerdo un puente. Un puente que desaparecía.
Me detengo. Me duele la cabeza al recordar, y tampoco me viene nada más a la mente. Él me mira con curiosidad.
—Los sueños son extraños, ¿no? —Ladea la cabeza, con una siniestra sonrisa en la cara—. Todo parece real, pero al mismo tiempo… Es extraño.
Clava su mirada en la mía y de repente sus ojos ya no parecen sus ojos. Su sonrisa se torna maliciosa.
—Seguramente ya ni recuerdes cómo has llegado hasta aquí.
Pero sí lo recuerdo. Salía de un baño, escapando de un espejo. Bajo la cabeza, rehuyendo la intensidad de su mirada. Y entonces lo veo: un pequeño tallo escapa de mi manga izquierda, subiendo por mi mano. Asustada, me levanto del taburete y salgo corriendo. Atravieso la puerta del bar y me lanzo a la calle, sin protección para el frío. Pero no tengo frío. Lo único que siento es el viento golpeándome más fuerte cuanto más rápido corro. Sin saber cómo, llego a un acantilado. Ante mí hay un puente, un puente de madera, con los tablones agrietados y unas viejas sogas haciendo la función de barandillas. Un puente de no retorno. El camino es solo de ida.

jueves, 9 de agosto de 2018

Pensamientos

Normalmente, los pensamientos de la gente suelen ser suaves. Brisas ligeras que me llegan con delicadeza, que se posan sobre mí y puedo apartar sin problema, como una pluma que se me posa en el pelo. Suelen ser pensamientos superficiales, inocuos, palabras inofensivas que no pueden hacer ningún mal a nadie.
Otras veces, los pensamientos de los demás parecen un huracán. La brisa suave se transforma en un temporal. De un pensamiento pasan a otro sin que pueda quedar constancia de ellos. Revolotean alocados alrededor de mi cabeza. Esos son más difíciles de retirar, por eso lo que hago es intentar concentrarme en ellos para ordenarlos. Si los ordeno, no pueden alterarme. Formarán parte del inmenso armario que hay en mi cabeza, en el que almaceno toda la información que me llega sin el consentimiento de sus dueños. Ellos no pueden guardar su intimidad, pero yo sí que puedo hacerlo por ellos.
Pero hay algunas veces en las que la gente piensa demasiado alto. Los pensamientos se convierten en un repiqueteo en la cabeza, en pájaros carpinteros taladrando su nido. Entonces es cuando duele. Las obsesiones de la gente se me clavan en la mente, sus emociones me encogen el alma y me echo a llorar. Porque, normalmente, esos pensamientos obsesivos suelen ser malos.

Conozco la mente de las personas mejor que mi propia ciudad. Sé cómo piensa la gente, cómo funcionan sus cerebros, cómo se bloquean a sí mismos con barreras, cómo actúan los filtros, la ética, la moral… Sé lo que piensan antes de abrir la boca: lo que van a decir, pero también lo que en realidad quieren comunicar. También conozco sus miedos, sus obsesiones, sus esperanzas y sus fantasmas. Está todo ahí, y lo comparten conmigo. Aunque no lo sepan.
Por eso la empatía siempre fue mi punto fuerte. Porque no sólo oigo los pensamientos de los demás, sino que los noto, los siento dentro de mí. Las emociones que los acompañan se me meten hasta las entrañas, y se instalan en mi alma. He tenido que aprender a gestionar los sentimientos de los demás antes que los míos propios. A diferenciarlos. Cuando eres como yo, puedes perderte en los sentimientos de otro, asimilarlos como tuyos. Y ahí es cuando te pierdes, cuando dejas de ser tú misma para convertirte en el reflejo de los demás.

Yo ya me perdí, y me costó mucho volver a encontrarme. Aprendí a diferenciar mi voz dentro de mi cabeza, a notar mi alma en mis sentimientos, a saber cuándo una emoción me pertenecía sólo a mí.

Recovecos

martes, 27 de marzo de 2018

El bosque

De pronto, algo se despertó. O tal vez aquel no fuera el término correcto. Quizá nada despertó, simplemente las dos realidades, la de la chica y la del bosque, coincidieron. El bosque empezó a tomar conciencia de aquel momento. Había notado una llamada, casi una súplica. Una llamada que conocía, y que había despertado un sentimiento en él. Sí, era eso lo que le había despertado. Las dos realidades no podían haber coincidido, porque eran la misma. Solo eran dos concepciones diferentes, dos puntos de vista aparentemente ajenos, pero demasiado cercanos. El bosque se removió, concentrando su atención en aquel momento. Para el bosque, el tiempo no suponía una prisión, sino un compañero. Para el bosque, el tiempo se dilataba y se contraía dependiendo de lo verdaderamente importante. Y aquello lo era. Cuando algo importante sucedía, el bosque se inquietaba. La curiosidad seguía siendo su punto débil, o su gran fortaleza. Sin ella, no sería un bosque. Y con esa curiosidad que le caracterizaba, contempló lo que sucedía. Las luces surgieron de sus entrañas, buscando aquello que había llamado su atención. Y lo encontraron.
Las luces, aunque hubieran perdido su individualidad, aunque lo hubieran olvidado todo, seguían atesorando lo más importante: sus sentimientos. Y por ello, el bosque sentía. Tampoco hubiera sido un bosque si no tuviera sentimientos. Y fueron esos sentimientos los que arrullaron a la chica que, acurrucada junto a un árbol, lloraba desconsoladamente, abrazando con una mano sus piernas y, con la otra, su pasado.

El mal de Casandra

lunes, 26 de marzo de 2018

Estaba hecha de agua

Estaba hecha de agua, y cuando se deshizo en lágrimas, desapareció. Conocía el riesgo y, aun así, se arriesgó a amar, aunque nadie puede elegir no enamorarse.

Él era viento: cambiante, inestable, viento del sur. La brisa de sus noches acariciaba su piel mojada, alterándola en olas. Y ella se acercaba en marea para besarle.

Ella le amaba, pero no podía estar con él. Él rozaba su superficie, entregándose completamente, porque así era el viento; y se enamoró de su inaccesibilidad. Ella salpicaba suspiros, tratando acariciarle con sus gotas. Y así, fueron conociéndose poco a poco y, aunque eran diferentes y su naturaleza se lo impedía, desearon fundirse en uno solo.

Hasta que un día, ella lloró, y cuando el agua llora, desaparece. Lloró por amor, y su cálido llanto logró evaporarla. Se unió al viento, que al fin pudo abrazarla, y mientras sigan amándose, ella no se convertirá en lluvia, porque él no la dejará deshacerse de nuevo.

domingo, 25 de marzo de 2018

Relato en obras

Hace mucho, mucho tiempo, cuando el sol aún se ponía tras las copas de los árboles en lugar de tras los mayores rascacielos construidos jamás por el Ser Humano, el mundo era un lugar donde todavía se podía vivir. Había suficiente espacio para que todas las especies habitasen en paz, y cooperasen entre sí. Hasta que un día, una sola milésima de segundo para el Universo, apareció el prototipo de lo que acabaría siendo el peor de los males soportado nunca por nuestro planeta: el Ser Humano. Empezó comportándose como una especie más, que cooperaba con el resto del ecosistema planetario, pero todo se vino abajo cuando descubrió su capacidad de construir, y decidió vivir a expensas de la Naturaleza, y no gracias a ella.

El escritor dejó la pluma sobre la mesa y detuvo la historia para descansar. O para dejar que sus pensamientos tomasen la forma que esa nueva historia necesitaba. Pero lo que todo escritor sabe, y que nunca llega a aceptar, es que las historias no se detienen sin más. Siguen su curso, y cuando tratas de volver a tomarlas desde el punto en el que las dejaste, te das cuenta de que ésta ha ido mucho más lejos.
Cuando nuestro escritor volvió a sentarse ante su relato en obras y la pluma rozó el papel, se dio cuenta de que ésta había evolucionado. Ya no se encontraba ante el primitivo hombre que construía aldeas y plantaba huertos para vivir, sino ante el caprichoso hombre moderno que un día decidió viajar a la Luna.

Ese hombre moderno que decidió viajar a la Luna fue el mismo que continuó extendiéndose por el planeta con el ansioso deseo de conquistar todas las áreas que aún quedaban sin conquistar. La Naturaleza fue perdiendo la batalla contra ese ser que creía poseerla, que se creía el dueño de todo lo que existía. El mundo fue siendo destruido con la misma facilidad con la que el cuerpo sucumbe ante un virus contra el que no está vacunado, o ante una enfermedad cuyo tratamiento se desconoce. Todas las áreas verdes que aún quedaban sobre el planeta fueron cayendo como piezas de dominó ante aquel destructor ser que se hacía llamar “Hombre”, que se creía superior al resto de las especies por ser más inteligente, por ser capaz de transformar a la Madre Naturaleza a su antojo y para su propio beneficio, sin importar qué se llevaba por el camino.

El escritor interrumpió su narración para tomar un trago de agua y la retomó en el momento en el que la última especie inocente que aún quedaba sobre nuestro preciado planeta se extinguió.

La Madre murió con el último aliento del último individuo de la última especie que había sobrevivido durante tanto tiempo al invasor. El Hombre se alzó ante su cadáver, y desde su nueva posición anunció su victoria a los cuatro vientos (si todavía se podía utilizar esa expresión, porque el viento cesó su ulular cuando descubrió que el aliento de su madre ya había expirado). El agua dejó de brotar de los manantiales, puesto que el corazón del mundo dejó de palpitar; y las nubes cesaron su llanto, pues ya no quedaba nada por lo que llorar.

Nuestro escritor anónimo llegó a la conclusión de que era hora de empezar a cuestionarse el verdadero significado de la palabra “inteligencia”.

sábado, 24 de marzo de 2018

La tormenta

Los gritos eran tan fuertes que la casa retumbaba. En medio de la bruma, Lucas trató de comprender lo que sucedía. La tormenta que rodeaba su isla se acercaba peligrosamente a la orilla, y el viento zarandeaba los árboles con violencia. Pronto, el vendaval arrancaría el tejado de su pequeña cabaña, dejándole desprotegido. Trató de asomarse por la ventana, pero la bruma lo cubría todo, dificultando la vista. Intentó limpiar el cristal, pero no sirvió de nada. La bruma estaba fuera de la casa, o tal vez dentro de él. Tendría que salir a comprobar lo que pasaba, pero tenía miedo. Llevaba tanto tiempo sin salir… Era demasiado doloroso, demasiado agotador. Pero intuyó que todo corría peligro. Uno de los pilares que mantenían su isla estaba a punto de derrumbarse, y el único barco que había logrado acercarse lo suficiente a la orilla iba a hundirse en aquella tormenta. Si eso sucedía se quedaría para siempre encerrado allí, un pensamiento que le tranquilizaba. Pero si la isla se derrumbaba…
Tenía que salir.
Tenía que internarse en la tormenta.
Tenía que salvar el barco.

Con un esfuerzo sobrehumano, Lucas abrió los ojos. Intentó enfocar, pero todo era demasiado confuso, demasiado agotador. Cuanto más intentaba concentrarse, más densa se hacía la bruma. Mareado, cerró los ojos. Como siempre, una poderosa mano trató de agarrarle y arrastrarle al fondo de su inconsciente, meterle en la pequeña cabaña de su isla y encerrarle allí. En otro momento no hubiera luchado contra ella, allí se sentía seguro. Pero necesitaba salir. Le aterraba la idea, pero aun así tenía que esforzarse. No podía permitir que arrasase su isla.
Tenía que abrir los ojos.
Tenía que encontrar el origen de la tormenta.
Tenía que detenerla.

Volvió a abrir los ojos y, sin concentrarse en nada, trató de ver a través de la bruma. El difuso contorno de una lámpara se dibujó en el techo. Evitó mirarlo fijamente y siguió con la mirada perdida. A la silueta de la lámpara le siguieron la de una ventana, unas cortinas, una silla… Agarró el peluche con fuerza y se incorporó lentamente en la cama. Resultaba agotador, y la ínfima parte de su mente que conseguía mantenerse despierta luchó con fuerza contra la necesidad de dormir, de descansar…
Tenía que despertar.
Tenía que levantarse.
Tenía que detener la tormenta.

Con dificultad, colocó los pies en el suelo y tras varios intentos infructuosos logró que las piernas lo sostuvieran, dejando la mayor parte del trabajo a los brazos, que se sujetaban a los objetos que le rodeaban como a un salvavidas. Supo que podía ahogarse en aquel mar revuelto. Desde su pequeño salvavidas, Lucas miró hacia la orilla y fue consciente del terror que le atenazaba las entrañas. Estaba abandonando su isla, pero… lo hacía para salvarla.
Tenía que salvar su isla.
Tenía que encontrar la tormenta.
Tenía que detenerla.

En la otra dirección, a una distancia considerable del salvavidas al que se aferraba Lucas, un barco luchaba contra la tormenta, una tormenta que parecía salir de él, pero que, al mismo tiempo, lo golpeaba, intentando hundirlo. Decidido a llegar hasta allí, el chico comenzó a moverse, sujetando con una mano el peluche, su salvavidas, mientras que la otra mano buscaba puntos de apoyo que le permitieran avanzar, adentrarse en aquel turbulento mar que amenazaba con tragárselo. Avanzaba a trompicones, cayendo al suelo cada pocos pasos. No podía ver a dónde se dirigía, la bruma no le dejaba, y los pocos contornos que intuía le provocaban un fuerte mareo. Estaba cerca, pero cada vez tenía menos fuerza, cada vez se encontraba más exhausto, más cansado, y cada vez sentía más miedo. No podría llegar, pero tampoco podía volver. Estaba perdido en aquel mar. El mismo mar que protegía su isla iba a destruirla, iba a ahogarse en él. No, no podía ahogarse.
Tenía que salir de allí.
Tenía que encontrar la tormenta.
Tenía que detenerla.

Sentía que el fin se hallaba cerca, que todo se perdería si no llegaba a tiempo, que el barco se hundiría y no podría volver nunca a su isla. Que la tierra firme que la rodeaba allá a lo lejos desaparecería del todo tras la bruma. Que se ahogaría. No podía, pero necesitaba continuar.
Tenía que continuar.
Tenía que alcanzar el barco.
Tenía que detener la tormenta.

Prácticamente arrastrándose, Lucas consiguió llegar a la puerta del salón, logró tocar el casco del barco. Allí la tormenta era más fuerte, tanto que, si no lograba agarrarse, saldría volando. Se agarró a una pequeña madera suelta del casco y trató de resistir las embestidas del viento, pero los truenos retumbaban con demasiada violencia. Con las pocas fuerzas que le quedaban, Lucas se levantó trepando por el marco de la puerta. Entre la bruma pudo ver un contorno familiar, aquella mancha que conocía tan bien: la silueta de su hermana. Quiso gritar, pedir ayuda. Se ahogaba, pero no conseguía recordar cómo usar las cuerdas vocales.
Tenía que gritar.
Tenía que salvar a su hermana.
Tenía que detener la tormenta.

Y de pronto…
Un fogonazo inundó el salón.
Un relámpago había caído sobre el ojo del huracán.
La tormenta había cesado.
El cuerpo de Lucas cayó al suelo como un fardo.


El mal de Casandra

viernes, 23 de marzo de 2018

Los vendedores de historias

Las historias que traían los vendedores desde el otro lado de las montañas siempre hablaban de cielos oscuros, de humo y de piedra. Decían que antes, en los tiempos remotos, apenas había cielo, que las estrellas brillaban con menos intensidad y que la gente moría por respirar demasiado. También hablaban de extrañas luces que iluminaban las noches, como manadas de fuegos fatuos que podían arrastrarte hasta la perdición.
Pero, sobre todo, hablaban de las ciudades. Hubiera dado lo que fuera por ver una.


Alerta