jueves, 9 de agosto de 2018

Pensamientos

Normalmente, los pensamientos de la gente suelen ser suaves. Brisas ligeras que me llegan con delicadeza, que se posan sobre mí y puedo apartar sin problema, como una pluma que se me posa en el pelo. Suelen ser pensamientos superficiales, inocuos, palabras inofensivas que no pueden hacer ningún mal a nadie.
Otras veces, los pensamientos de los demás parecen un huracán. La brisa suave se transforma en un temporal. De un pensamiento pasan a otro sin que pueda quedar constancia de ellos. Revolotean alocados alrededor de mi cabeza. Esos son más difíciles de retirar, por eso lo que hago es intentar concentrarme en ellos para ordenarlos. Si los ordeno, no pueden alterarme. Formarán parte del inmenso armario que hay en mi cabeza, en el que almaceno toda la información que me llega sin el consentimiento de sus dueños. Ellos no pueden guardar su intimidad, pero yo sí que puedo hacerlo por ellos.
Pero hay algunas veces en las que la gente piensa demasiado alto. Los pensamientos se convierten en un repiqueteo en la cabeza, en pájaros carpinteros taladrando su nido. Entonces es cuando duele. Las obsesiones de la gente se me clavan en la mente, sus emociones me encogen el alma y me echo a llorar. Porque, normalmente, esos pensamientos obsesivos suelen ser malos.

Conozco la mente de las personas mejor que mi propia ciudad. Sé cómo piensa la gente, cómo funcionan sus cerebros, cómo se bloquean a sí mismos con barreras, cómo actúan los filtros, la ética, la moral… Sé lo que piensan antes de abrir la boca: lo que van a decir, pero también lo que en realidad quieren comunicar. También conozco sus miedos, sus obsesiones, sus esperanzas y sus fantasmas. Está todo ahí, y lo comparten conmigo. Aunque no lo sepan.
Por eso la empatía siempre fue mi punto fuerte. Porque no sólo oigo los pensamientos de los demás, sino que los noto, los siento dentro de mí. Las emociones que los acompañan se me meten hasta las entrañas, y se instalan en mi alma. He tenido que aprender a gestionar los sentimientos de los demás antes que los míos propios. A diferenciarlos. Cuando eres como yo, puedes perderte en los sentimientos de otro, asimilarlos como tuyos. Y ahí es cuando te pierdes, cuando dejas de ser tú misma para convertirte en el reflejo de los demás.

Yo ya me perdí, y me costó mucho volver a encontrarme. Aprendí a diferenciar mi voz dentro de mi cabeza, a notar mi alma en mis sentimientos, a saber cuándo una emoción me pertenecía sólo a mí.

Recovecos