sábado, 24 de marzo de 2018

La tormenta

Los gritos eran tan fuertes que la casa retumbaba. En medio de la bruma, Lucas trató de comprender lo que sucedía. La tormenta que rodeaba su isla se acercaba peligrosamente a la orilla, y el viento zarandeaba los árboles con violencia. Pronto, el vendaval arrancaría el tejado de su pequeña cabaña, dejándole desprotegido. Trató de asomarse por la ventana, pero la bruma lo cubría todo, dificultando la vista. Intentó limpiar el cristal, pero no sirvió de nada. La bruma estaba fuera de la casa, o tal vez dentro de él. Tendría que salir a comprobar lo que pasaba, pero tenía miedo. Llevaba tanto tiempo sin salir… Era demasiado doloroso, demasiado agotador. Pero intuyó que todo corría peligro. Uno de los pilares que mantenían su isla estaba a punto de derrumbarse, y el único barco que había logrado acercarse lo suficiente a la orilla iba a hundirse en aquella tormenta. Si eso sucedía se quedaría para siempre encerrado allí, un pensamiento que le tranquilizaba. Pero si la isla se derrumbaba…
Tenía que salir.
Tenía que internarse en la tormenta.
Tenía que salvar el barco.

Con un esfuerzo sobrehumano, Lucas abrió los ojos. Intentó enfocar, pero todo era demasiado confuso, demasiado agotador. Cuanto más intentaba concentrarse, más densa se hacía la bruma. Mareado, cerró los ojos. Como siempre, una poderosa mano trató de agarrarle y arrastrarle al fondo de su inconsciente, meterle en la pequeña cabaña de su isla y encerrarle allí. En otro momento no hubiera luchado contra ella, allí se sentía seguro. Pero necesitaba salir. Le aterraba la idea, pero aun así tenía que esforzarse. No podía permitir que arrasase su isla.
Tenía que abrir los ojos.
Tenía que encontrar el origen de la tormenta.
Tenía que detenerla.

Volvió a abrir los ojos y, sin concentrarse en nada, trató de ver a través de la bruma. El difuso contorno de una lámpara se dibujó en el techo. Evitó mirarlo fijamente y siguió con la mirada perdida. A la silueta de la lámpara le siguieron la de una ventana, unas cortinas, una silla… Agarró el peluche con fuerza y se incorporó lentamente en la cama. Resultaba agotador, y la ínfima parte de su mente que conseguía mantenerse despierta luchó con fuerza contra la necesidad de dormir, de descansar…
Tenía que despertar.
Tenía que levantarse.
Tenía que detener la tormenta.

Con dificultad, colocó los pies en el suelo y tras varios intentos infructuosos logró que las piernas lo sostuvieran, dejando la mayor parte del trabajo a los brazos, que se sujetaban a los objetos que le rodeaban como a un salvavidas. Supo que podía ahogarse en aquel mar revuelto. Desde su pequeño salvavidas, Lucas miró hacia la orilla y fue consciente del terror que le atenazaba las entrañas. Estaba abandonando su isla, pero… lo hacía para salvarla.
Tenía que salvar su isla.
Tenía que encontrar la tormenta.
Tenía que detenerla.

En la otra dirección, a una distancia considerable del salvavidas al que se aferraba Lucas, un barco luchaba contra la tormenta, una tormenta que parecía salir de él, pero que, al mismo tiempo, lo golpeaba, intentando hundirlo. Decidido a llegar hasta allí, el chico comenzó a moverse, sujetando con una mano el peluche, su salvavidas, mientras que la otra mano buscaba puntos de apoyo que le permitieran avanzar, adentrarse en aquel turbulento mar que amenazaba con tragárselo. Avanzaba a trompicones, cayendo al suelo cada pocos pasos. No podía ver a dónde se dirigía, la bruma no le dejaba, y los pocos contornos que intuía le provocaban un fuerte mareo. Estaba cerca, pero cada vez tenía menos fuerza, cada vez se encontraba más exhausto, más cansado, y cada vez sentía más miedo. No podría llegar, pero tampoco podía volver. Estaba perdido en aquel mar. El mismo mar que protegía su isla iba a destruirla, iba a ahogarse en él. No, no podía ahogarse.
Tenía que salir de allí.
Tenía que encontrar la tormenta.
Tenía que detenerla.

Sentía que el fin se hallaba cerca, que todo se perdería si no llegaba a tiempo, que el barco se hundiría y no podría volver nunca a su isla. Que la tierra firme que la rodeaba allá a lo lejos desaparecería del todo tras la bruma. Que se ahogaría. No podía, pero necesitaba continuar.
Tenía que continuar.
Tenía que alcanzar el barco.
Tenía que detener la tormenta.

Prácticamente arrastrándose, Lucas consiguió llegar a la puerta del salón, logró tocar el casco del barco. Allí la tormenta era más fuerte, tanto que, si no lograba agarrarse, saldría volando. Se agarró a una pequeña madera suelta del casco y trató de resistir las embestidas del viento, pero los truenos retumbaban con demasiada violencia. Con las pocas fuerzas que le quedaban, Lucas se levantó trepando por el marco de la puerta. Entre la bruma pudo ver un contorno familiar, aquella mancha que conocía tan bien: la silueta de su hermana. Quiso gritar, pedir ayuda. Se ahogaba, pero no conseguía recordar cómo usar las cuerdas vocales.
Tenía que gritar.
Tenía que salvar a su hermana.
Tenía que detener la tormenta.

Y de pronto…
Un fogonazo inundó el salón.
Un relámpago había caído sobre el ojo del huracán.
La tormenta había cesado.
El cuerpo de Lucas cayó al suelo como un fardo.


El mal de Casandra