domingo, 25 de marzo de 2018

Relato en obras

Hace mucho, mucho tiempo, cuando el sol aún se ponía tras las copas de los árboles en lugar de tras los mayores rascacielos construidos jamás por el Ser Humano, el mundo era un lugar donde todavía se podía vivir. Había suficiente espacio para que todas las especies habitasen en paz, y cooperasen entre sí. Hasta que un día, una sola milésima de segundo para el Universo, apareció el prototipo de lo que acabaría siendo el peor de los males soportado nunca por nuestro planeta: el Ser Humano. Empezó comportándose como una especie más, que cooperaba con el resto del ecosistema planetario, pero todo se vino abajo cuando descubrió su capacidad de construir, y decidió vivir a expensas de la Naturaleza, y no gracias a ella.

El escritor dejó la pluma sobre la mesa y detuvo la historia para descansar. O para dejar que sus pensamientos tomasen la forma que esa nueva historia necesitaba. Pero lo que todo escritor sabe, y que nunca llega a aceptar, es que las historias no se detienen sin más. Siguen su curso, y cuando tratas de volver a tomarlas desde el punto en el que las dejaste, te das cuenta de que ésta ha ido mucho más lejos.
Cuando nuestro escritor volvió a sentarse ante su relato en obras y la pluma rozó el papel, se dio cuenta de que ésta había evolucionado. Ya no se encontraba ante el primitivo hombre que construía aldeas y plantaba huertos para vivir, sino ante el caprichoso hombre moderno que un día decidió viajar a la Luna.

Ese hombre moderno que decidió viajar a la Luna fue el mismo que continuó extendiéndose por el planeta con el ansioso deseo de conquistar todas las áreas que aún quedaban sin conquistar. La Naturaleza fue perdiendo la batalla contra ese ser que creía poseerla, que se creía el dueño de todo lo que existía. El mundo fue siendo destruido con la misma facilidad con la que el cuerpo sucumbe ante un virus contra el que no está vacunado, o ante una enfermedad cuyo tratamiento se desconoce. Todas las áreas verdes que aún quedaban sobre el planeta fueron cayendo como piezas de dominó ante aquel destructor ser que se hacía llamar “Hombre”, que se creía superior al resto de las especies por ser más inteligente, por ser capaz de transformar a la Madre Naturaleza a su antojo y para su propio beneficio, sin importar qué se llevaba por el camino.

El escritor interrumpió su narración para tomar un trago de agua y la retomó en el momento en el que la última especie inocente que aún quedaba sobre nuestro preciado planeta se extinguió.

La Madre murió con el último aliento del último individuo de la última especie que había sobrevivido durante tanto tiempo al invasor. El Hombre se alzó ante su cadáver, y desde su nueva posición anunció su victoria a los cuatro vientos (si todavía se podía utilizar esa expresión, porque el viento cesó su ulular cuando descubrió que el aliento de su madre ya había expirado). El agua dejó de brotar de los manantiales, puesto que el corazón del mundo dejó de palpitar; y las nubes cesaron su llanto, pues ya no quedaba nada por lo que llorar.

Nuestro escritor anónimo llegó a la conclusión de que era hora de empezar a cuestionarse el verdadero significado de la palabra “inteligencia”.