lunes, 19 de noviembre de 2018

El camino es solo de ida

El puente se extendía ante sus ojos, imponente. Los tablones de madera parecían crujir sin necesidad de que ningún peso se colocase sobre ellos. Las cuerdas, que funcionaban como barandillas, acompañaban a la frágil madera como fiel compañeras. No se decidía a dar el primer paso. Significaba tantas cosas… Al final, armándose de valor, cerró los ojos y colocó un pie delante del otro. Escuchó el crujir de la tabla, pero sabía que era un engaño. Respirando profundamente, repitió la operación. Las tablas volvieron a gemir. Siguió avanzando, más deprisa, sin llegar a abrir los ojos. La cuerda se deslizaba bajo sus manos, áspera. Parecía tan real… Al cabo de unos metros, el vaivén de la construcción la asustó. Abrió los ojos sin pretenderlo y se encontró en medio de ninguna parte. El puente había desaparecido, aunque lo notaba bajo sus pies, aunque notaba las cuerdas en sus manos. Se agarró fuerte a la cuerda invisible y trató de desviar la vista de la profunda garganta que se encontraba a sus pies. Estaba suspendida en el aire, sobre una caída de más de mil metros. Aunque no veía más que las escarpadas paredes a los lados, sabía que abajo se encontraba el río. Usando toda su fuerza de voluntad, cerró los ojos de nuevo y se imaginó el puente. Imaginó cómo sus pies se movían sobre los tablones de madera. Estaban gastados por el uso, incluso algunos tenían grietas, pero se podía avanzar sobre ellos. La cuerda, una soga amarillenta, se extendía junto a ella hasta el otro lado de la garganta. Imaginó incluso el fuerte olor de la cuerda, un desagradable olor a rancio y a suciedad, un olor que se le clavaba en las fosas nasales.
Después de un tiempo que se le hizo eterno, llegó al final del puente. Abrió los ojos, pero no quiso girarse. Echó a correr. Sabía que, si se daba la vuelta, el puente habría desaparecido. Ya ni siquiera el poder de su imaginación podría hacerlo volver. Era un camino sin retorno, un camino que solo podía tomarse en una dirección. Era consciente de que ya no había vuelta atrás. No recordaba su vida anterior, pero sabía que lo había dejado todo por una intuición, una vibración en su corazón que le había hecho tomar la decisión más importante de su vida. Ya no podría volver. Al menos, eso creía. Siguió corriendo hasta que sus pulmones se rebelaron. No podía avanzar más, pero tenía que intentarlo. El bosque se encontraba sobre ella, ahogándola. Las copas de los árboles no permitían pasar la luz de la luna. No podía ver las estrellas desde allí. Bajó la vista y continuó avanzando, aunque ya no tenía fuerzas. Tropezó y cayó al suelo. No pudo levantarse ya. Reptó por la tierra hasta que sus manos se hundieron en la humedad y perdió el conocimiento.
Cuando despertó, seguía siendo de noche. Recordaba haber hundido sus manos en barro, pero las tenía secas. Se puso de pie y miró a su alrededor. Sobre su cabeza se abría el cielo, las estrellas brillaban con una intensidad única. Nunca había visto nada igual. Frente a ella, a varios metros, se hallaba un lago. La luz de la luna caía sobre él, dibujando los tenues contornos de una figura femenina. Se acercó a ella, pero cuanto más avanzaba, más se alejaba la figura. Llegó hasta el borde del lago y se agachó ante sus cristalinas aguas. Se asomó, esperando verse reflejada por primera vez, pero las aguas del lago no le devolvieron su reflejo. El poder de la luna no permite a las criaturas de los sueños la capacidad de concebirse a sí mismas, de reflejarse y poder verse. Paseó la mirada por la chica que se encontraba ante ella, al otro lado del reflejo, hasta que sus ojos se tropezaron con los suyos. La luna estalló.

Te miras en el espejo y te desperezas. Has tenido un sueño extraño, un sueño en el que había un puente, un puente invisible. Recorres tu rostro con los ojos, con una naturalidad extraña. Tienes la sensación de que la chica que está al otro lado del cristal no eres tú. Intentas entender por qué, observándote con atención. El pelo, aunque recogido con una pinza, te cae en despeinadas ondas sobre la cara. El rostro pálido y ojeroso de la chica está adornado por las mismas pecas en el puente de la nariz que el tuyo. Sus ojos, de color verde oscuro, te miran con la misma gravedad con la que tú los miras a ellos, con el ceño fruncido y el mismo mohín de concentración en los labios. Agitas la cabeza, confundida, y al fin lo ves. El cuello, por el lado izquierdo, está adornado con unas guirnaldas vegetales. No puedes vértelo desde tu posición, pero sabes perfectamente que eso no te pertenece. El tatuaje parece extenderse hacia abajo, así que te quitas la camiseta y dejas tu torso al descubierto. Los motivos vegetales se extienden por toda la parte izquierda de tu cuerpo. Te miras el brazo y te palpas la piel, pero el lienzo de tu cuerpo sigue inmaculado. Sin embargo, la chica del reflejo sí que encuentra decorados en su piel. Miras con atención al espejo y observas cómo los tallos de las plantas se rizan, solitarios, hacia la mitad del torso. Podrías incluso reconocer las plantas en las que se basa el tatuaje. Miras con tanta atención que casi podrías decir que los dibujos se mueven, que las hojas ondean con el viento. Un escalofrío te recorre la columna vertebral. Notas en la piel desnuda el aire que mueve las plantas y empiezas a pensar que es posible que no haya sido solo tu imaginación. Retrocedes, asustada. No te atreves a darle la espalda al espejo, así que avanzas todo lo deprisa que puedes hacia la puerta del baño. Te clavas el manillar en la espalda, pero no te importa. Echas la mano hacia atrás, agarras el pomo y empujas hacia abajo. Cuando la puerta cede, te apoyas sobre la puerta para abrirla y te giras al mismo tiempo que sales. Pero en cuanto cruzas el umbral de la puerta, ya no recuerdas cómo has llegado hasta allí.

—¿Estás bien?
Alzo la cabeza y me fijo en su cara. Me siento extraña. Tengo la sensación de estar desnuda de cintura para arriba, pero no necesito tocar la ropa para saber que tengo puesto un abrigo y una bufanda. El contraste entre el frío de la calle y el calor del bar me empaña las gafas, aunque no recuerdo habérmelas puesto. Lo único que recuerdo es despertarme y, quizá, la fugaz imagen de una chica con tatuajes.
—Sí, es solo… El calor —digo, quitándome las gafas y dejando que se desempañen al aire.
Me las vuelvo a poner y empiezo a deshacerme de las capas de ropa que me protegían de un frío que no soy consciente de haber pasado. Cuelgo mis cosas en una percha y nos acercamos a la barra. El camarero nos mira con una pregunta silenciosa en los ojos, así que nos miramos, como cediéndonos el turno para pedir. Al final, me siento en un taburete y empiezo yo:
—Un café con leche. La leche fría.
—Y una caña —completa mi compañero.
El camarero se da la vuelta en busca de lo que hemos pedido.
—¿Qué te pasa? —insiste—. Estás rara, como difusa.
Dándole la razón, le miro sin ver.
—He tenido un sueño extraño —respondo—. Estaba frente al espejo del baño y tenía la certeza de que la chica que me miraba desde el otro lado no era yo, por mucho que nos pareciéramos. Tenía como… —Cierro los ojos y me aprieto las cuencas con la base de las manos—. Como tatuajes. De plantas. Pero al mismo tiempo era yo: se movía cuando lo hacía yo, el aire le daba en el mismo sitio que a mí… También recuerdo un puente. No sé por qué, ni qué sentido tendrá relacionado con lo otro, pero recuerdo un puente. Un puente que desaparecía.
Me detengo. Me duele la cabeza al recordar, y tampoco me viene nada más a la mente. Él me mira con curiosidad.
—Los sueños son extraños, ¿no? —Ladea la cabeza, con una siniestra sonrisa en la cara—. Todo parece real, pero al mismo tiempo… Es extraño.
Clava su mirada en la mía y de repente sus ojos ya no parecen sus ojos. Su sonrisa se torna maliciosa.
—Seguramente ya ni recuerdes cómo has llegado hasta aquí.
Pero sí lo recuerdo. Salía de un baño, escapando de un espejo. Bajo la cabeza, rehuyendo la intensidad de su mirada. Y entonces lo veo: un pequeño tallo escapa de mi manga izquierda, subiendo por mi mano. Asustada, me levanto del taburete y salgo corriendo. Atravieso la puerta del bar y me lanzo a la calle, sin protección para el frío. Pero no tengo frío. Lo único que siento es el viento golpeándome más fuerte cuanto más rápido corro. Sin saber cómo, llego a un acantilado. Ante mí hay un puente, un puente de madera, con los tablones agrietados y unas viejas sogas haciendo la función de barandillas. Un puente de no retorno. El camino es solo de ida.