Cuando murieron mis padres, yo oí su muerte. No escuché el
ruido de un cuchillo, ni el cañón de una pistola, ni lo que usaran para
matarlos. Tan solo escuché el silencio: cómo cesaban sus gritos, cómo los pasos
de su asesino se acercaban al armario. No vi sus cuerpos, pero supe que estaban
muertos. Fue como si algo en mi interior se rompiese, como si de pronto tuviera
que lidiar con un cuerpo incompleto. Me faltaba el aire y tenía frío, un frío
espantoso. El corazón me latía tan fuerte que pensé que se me saldría por la
garganta y me ahogaría. Estaba mareado, todo me daba vueltas y tuve que
reprimir las ganas de vomitar.
«Me falta un brazo», llegué a decirles a los médicos que me trataron. La sensación de pérdida era tan fuerte que estaba convencido de que era algo físico, que encontrarían lo que me habían arrancado y me lo implantarían de nuevo. Que volvería a poder respirar con normalidad, a moverme, a vivir. Pero no era nada físico: todos mis órganos seguían allí, y tampoco me faltaba ningún brazo. El problema era que ya no sabía qué hacer con ellos. No sabía qué hacer con nada.
Me quedé paralizado,
con el miedo instalado en el estómago, en el mismo instante en el que dejé de
oír los gritos de mis padres.
Recovecos