Otros días me siento aliviado. Porque él ya no sufre. Porque yo ya no sufro. Porque ha dejado de existir el día en que la enfermedad se lo llevaría y lo apartaría de mi lado. Porque ese día ya pasó y fue lo bastante horrible. No se despidió, pero sé que murió deprisa. Que apenas sufrió.
Le prometí que encontraría la cura. Que nos curaríamos y seríamos felices los dos. Y me siento aliviado por no haber podido cumplir esa promesa, porque nunca fuimos demasiado felices. Vivimos durante años en una espiral de necesidad, culpa y gritos tan grande que muchas veces me pregunto si alguna vez llegamos a amarnos, o si tan sólo nos necesitábamos como el oxígeno, o como necesitábamos la heroína con la que nos conocimos.
Hay días en los que me despierto pensando que lo mejor que hizo por mí fue suicidarse. Y esos días la culpa, transformada en su mirada, me persigue allá donde vaya.
Así que me levanto y le grito que se calle, que se calle ya, que no tiene derecho a recriminarme nada. Que él lo decidió todo. Que siempre lo decidió todo. Y que yo fui su marioneta, que nunca le importé lo suficiente como para despedirse de mí antes de matarse.
Y enseguida me arrepiento, porque sé que estoy siendo injusto con él. Que sufrió mucho. Que cuidó de mí. Que me dio un techo y un hogar. Que se lo debo todo.
Y entonces lloro, preguntándome cómo se puede ser injusto con un muerto.
Sangre